Día 4. Katakolon.
El ruido de voces, gritos y aullidos nos hace pensar que el Zenith ha naufragado. Mi reloj marca las 4.35 de la madrugada y doña Chespira y yo, obedientes a las maniobras de desalojo que la tripulación impartió el día de nuestra llegada, nos ponemos ropa de abrigo, nos colocamos los chalecos salvavidas y salimos de la cabina dispuestos a dirigirnos al casino, cubierta 8, que es donde se supone que estará nuestra lancha de salvamento. Pero nada más abrir la puerta, Oswaldo, como siempre sonriente, intercepta nuestro paso.
—Buen día señora, buen día don Chéspir. Permítanme indicarles que todavía es un poco pronto para levantarse. Faltan más de 7 horas para el desembarque. ¿Puedo ayudarles en algo?
—Mmm —dudo antes de contestar—. ¿Pasa algo? ¿Nos estamos hundiendo? Es por los gritos y carreras que escucho por los pasillos —aclaro.
—No, no señores. No deben preocuparse por nada. Son los jóvenes que han decidido hacer la fiesta del piyama en sus camarotes y arman algo de bronca. Por lo demás todo está correcto.
—Ya… comprendo —digo mientras desabrocho el chaleco salvavidas—. ¿Y tú qué haces por aquí a estas horas? ¿Es que no duermes?
—Señores, mi descanso es su satisfacción —replica el camarero—. Cualquier cosa que gusten no tienen más que pedírmelo. ¿Puedo ayudarles en algo?
Miro la cara sonriente y expectante del camarero que aguarda mi respuesta. Una idea pasa por mi cabeza.
—Sí, sí que puedes hacer algo. ¿Puedes conseguir que estos energúmenos se callen?
—Por supuesto, señor.
Vemos como Oswaldo cambia su cara sonriente por una terrorífica mueca a medio camino entre Freddy Krugger y Chuck Norris. Agarra a un chaval que en esos momentos se paseaba adornado con la funda de una almohada en la cabeza.
—¡Tú! ¿Qué haces aquí? ¿Qué cabina es la tuya? —dice Oswaldo mientras le agarra del cuello con las dos manos.
El chico abre los ojos aterrorizado y hace ademán para que su agresor suelte la presa. Oswaldo relaja la presión de sus dedos sobre el cuello del muchacho que tose un par de veces antes de contestar.
—Yo…. Yo….Mi camarote está en el piso de arriba y había bajado a buscar unos apuntes de pedagogía de 3º. Los necesito para el parcial de mayo.
—¿Pedagogía? Un degenerado eso es lo que tú eres. ¡Zumbando para tu camarote y si te veo por aquí de nuevo te arrojo por la borda! ¡Y calladito que la gente quiere dormir! Mañana te voy a preguntar por esas lecciones y ¡Ay de ti como no las sepas!
Un grupo de niños ve la escena y el rumor se extiende como una mancha de aceite. Despacio, en un silencio casi sepulcral se dirigen a sus camarotes. En esta ocasión nadie se queda dando lamentos lobunos junto a la cabina de María que ha desaparecido a las primeras de cambio. Oswaldo se despide con un “hasta mañana” y nosotros volvemos a la paz del sueño.
El despertador suena a las 8.30. Hoy no tenemos prisa. Antes de subir a desayunar llamo por teléfono al 5400 pero nadie contesta así que dejo el teléfono descolgado con los tonos sonando mientras me ducho a la vez que canto con toda la fuerza de mi garganta la musiquita de Zorba el Griego. Una vez limpio, afeitado y vestido, abrimos la puerta de la cabina y ni doña Chespira ni yo nos sorprendemos al ver a Oswaldo de pie en el pasillo.
—Buen día, señor. ¿Descansó bien?
—Sí, gracias Oswaldo. Fuiste muy eficiente a la hora de poner orden.
—Gracias, señor, muy amable el señor. Permítanme decirles que hoy también ha acertado el diario de a bordo con el tema del tiempo. Será excelente. El cielo está azul, ni una sola nube lo mancha, y la temperatura es excelente. ¿Se han apuntado los señores a alguna excursión?
—No, la verdad es que no lo hemos hecho —responde doña Chespira—. No nos gustan las prisas con las que nos tratan en estas visitas tan masificadas.
—Bien hecho, señores. Permítanme que les diga que a nuestra llegada a Katakolon la visita a las ruinas de Olimpia es obligada. Está a unos 20 kilómetros pero hay buses cada media hora y también está el tren. Los buses son más rápidos.
—Gracias, Oswaldo. Creo que utilizaremos el autobús. Tu información ha sido muy valiosa.
La cara del hombre se ilumina y una inmensa sonrisa se dibuja en su rostro. Hace un par de reverencias y me quita una pelusilla que llevaba en la camiseta. Cuando subimos a desayunar nos encontramos con que la mayoría de los pasajeros del grupo que podríamos calificar “seniors” bostezan y tienen caritas de sueño. Parece ser que en las otras cubiertas no tuvieron tanta suerte como nosotros y la fiesta del pijama se prolongó hasta las 7 de la mañana.
Decido realizar una reunión de afectados. Todos a las 11 en la discoteca para recibir instrucciones. Cuando llegamos al lugar de la reunión comprobamos que no es posible dar un paso sin que los zapatos se peguen al piso. El servicio de limpieza del barco se está empleando a fondo. Utilizan salfuman, ácido clorhídrico y espolvorean azufre en los rincones con la idea de que los niños no orinen en éstos. Prácticamente todo el grupo de mayores de 25 ha acudido a la reunión. ¡Compañeros! ¡Esto es la guerra! Si nosotros no podemos dormir, ellos tampoco…
Más de 200 pasajeros nos unimos en fila y recordando Nochevieja, recorremos todos los pasillos del barco cantando a voz en cuello “La Conga de Jalisco”. Hay algunos portugueses, dos parejas rusas y otra china que se aprenden la letra gracias a una aplicación del Iphone. Yo abro la comitiva, bajamos las escaleras, golpeamos las puertas de todos los camarotes y cuando algún niño asoma la cabeza por la puerta entreabierta, le deseamos, siempre a voces, una feliz navidad y un próspero año nuevo. Así hasta las 12 de la mañana hora en la que podemos desembarcar en nuestro siguiente destino.
La península de Katakolon, situada al oeste de Grecia, gozaba esa mañana de una excepcional temperatura. Nada más salir del barco, en el mismo puerto, montamos en un autobús que, por 10 € nos llevaría hasta Olimpia para devolvernos al buque a las 4 de la tarde por lo que podríamos disfrutar todavía de hora y media para realizar algunas compras o tomar un vino griego en alguno de los múltiples chiringuitos de la zona. En el autobús nos encontramos con Rosa y Miguel, nuestros riojanos compañeros de mesa que se habían decantado por la misma opción. Los últimos kilómetros antes de llegar a Olimpia, transcurrieron por un precioso paseo con árboles cubiertos de flores rosadas. Almendros, naranjos, siempre vivas, pinos piñoneros o geranios gigantes fueron algunas de las propuestas escuchadas en nuestros vanos intentos de identificar las plantas. Preguntar al conductor, un griego simpático pero que sabía de botánica y de español lo mismo que nosotros de botánica y griego resultaría a todas luces una pérdida de tiempo, por lo que, finalmente decidimos olvidar esa cuestión y dedicarnos a apreciar el paisaje. Decir que Olimpia, situada en la base del monte Cronos, era el lugar donde los griegos celebraban cada cuatro años las olimpiadas, parece bastante evidente. Quizás sea menos conocido que en su entorno estaba el templo de Zeus con la gigantesca estatua del Dios realizada por Fidias en el siglo V A.C. En cualquier caso la visita resulta espectacular aunque solamente sea por la sensación de recorrer las mismas pistas del estadio que hace 1600 años hollaron los pies de Filípides y tratar de imaginar el imponente aspecto que gozaría la estatua de don Zeus que en su momento fue una de las siete maravillas del mundo. El templo de Hera, el taller de Fidias, el lugar donde se encendía y enciende el fuego olímpico. ¡Coño, que lo recuerdo y se me ponen los pelos como escarpias! Una pena que a las 3 de la tarde tuviéramos que salir pitando porque es la hora a la que se cierran las instalaciones y los funcionarios griegos, tal y como está la cosa, no andan por la labor de hacer horas extras. Afortunadamente todavía tuvimos tiempo de sentarnos y tomar una cervecita con patatas que, como siempre, fue cargada en la cuenta de los riojanos. A las tres y media, todos en el autobús y de vuelta al puerto. No sé si servirá para algo el decir que, durante el recorrido nos unimos con una pareja de simpáticos pamplonicas que habían optado por la opción ferroviaria. El viaje en tren costaba 1.60 € pero solamente a los griegos. Los turistas pagaban 5 machacantes y estoy pensando en llamar a doña Ángela Merkel pa chivarme del asunto. Esa discriminación negativa no está bien. No señor.
Una vez en el puerto, con el Zenith ya a la vista, doña Chespira y yo pensamos que era buen momento para aumentar la colesterol. Sentados en una terracita y acompañados por un simpático michino, nos papeamos dos “Pita yiro”, una especie de hamburguesa peloponésica, acompañados por sendas copitas de vino del país y un café al estilo griego que viene a significar que es un café mal colado. De todas formas estaba bueno y pagamos encantados los 9 € de la factura. Otro paseíto y hora de embarcar. Los niños no habían aparecido en todo el día y supusimos que seguirían durmiendo el botellón. Nos alejamos de Katakolon brindando con un daiquiri a la salud de Pericles.
A eso de las 7, los chicos de animación empezaron a anunciar una partida de binguito. ¿Jugamos? —pregunto a doña Chespira— y ante la respuesta afirmativa decidimos compartir un cartón de 3 euracos. Premio pa la línea 1.85 € y pal bingo 4.50 canta entusiasmada la binguera. Eso quiere decir que deben jugarse en total 3 o 4 cartones. Sin embargo todo el mundo anda liado tachando numeritos. Todos menos nosotros que nos preguntamos cómo hace el equipo de animación pa sacar todos los números excepto los nuestros. Na, no ganamos nada ni en el primero ni en el segundo ni en el tercero. El bingo, deduzco yo, es un juego pa gilipuertas. Hace unos meses leí un libro, de la familia Pelayo en el que contaban cómo habían desbancado el casino de Montecarlo. Lo tenía bien aprendido así que nos fuimos al casino, cambiamos 10 € y apostamos 2 al rojo. Salió negro. Luego apostamos otra vez al rojo y volvió a salir el negro. Recordé las instrucciones del libro. “El negro está rachado, dije con aire experto, así que apostamos al negro pero en esta ocasión fue el rojo el que salió. Decidido a saltar la banca aposté al rojo, al negro y al 0 por si las moscas. El croupier que tira la bola, el barco que cabecea y la bola que se va a tomar por saco por los pasillos. El croupier canta la jugada. “Pasillo de cubierta, gana la banca” y al final 10 € que siguieron el mismo camino que los euros del bingo. No sé, me parece que tendré que releer el libro de los Pelayo. En fin, que nos vamos a cenar y tomamos el café con chupito de grappa en el salón de siempre. Vemos algún niño disfrazado de Nosferatu. Esa noche en la discoteca se celebra la noche de los monstruos. Alguien debería decirle al equipo de animación que los monstruos han estado con nosotros desde nuestra llegada a Atenas y, en lugar de beber sangre humana, se pirran por los mojitos de gasóleo.