Sexto día de navegación. Marsella
No sé qué hora es pero está sonando el teléfono que tengo en la mesilla. Me desperezo y la luz que entra en la habitación me dice que debe ser tarde.
— ¿Sí, dígame? —Contesto intentando que no se me note demasiado que todavía estoy a medio despertar—. Hola Fefi, buenos días...No, no te preocupes, estoy despierta pero todavía no me he levantado… Sí, es que anoche tardé en dormirme... No, gracias pero creo que esta mañana no voy a hacer planes. Me voy a duchar y no sé lo que haré después de desayunar. Si al final me decido a ir a la ciudad te llamo al móvil y quedamos para comer… Venga, que os divirtáis… Adiós.
Hoy estaré triste y de mal humor. Me conozco lo suficientemente bien como para saberlo. Lo que le he dicho a mi amiga es cierto, todavía no sé lo que haré. Estamos en Marsella y visitar la ciudad tampoco me apetece demasiado. Miro el reloj del móvil. Son casi las nueve y media de la mañana. Anoche eran cerca de las cinco cuando finalmente pude cerrar los ojos. He tenido un sueño inquieto, en el que los pensamientos reales se confunden con pesadillas recurrentes en las que Jorge ha sido el protagonista. En una de ellas soñaba que Fefi entraba en esta habitación. Yo, de pronto, reconocía en sus ojos la mirada de él. Fefi torcía su boca en una mueca que pretendía ser una sonrisa y comenzaba a golpearme. Me desperté chillando horrorizada y envuelta en un sudor tan frío como mis sentimientos. Me duele la cabeza pero creo que eso se solucionará con una caliente y reconfortante ducha. Dejo mi pelo sin secar recogido en una coleta y me visto con vaqueros, camiseta y zapatillas deportivas. Por si finalmente decido salir del barco cojo mi tarjeta de pasajero y el bolso con el dinero. Es demasiado tarde y el salón comedor ya está cerrado pero en el barco es fácil encontrar algún sitio para comer. Voy al buffet de la piscina para tomar un café con leche acompañado de un sándwich mixto. Sentada en la mesa de enfrente está Susan Sharandon acompañada de parte del equipo de animación del crucero. Ella me saluda con la mano y el resto de sus compañeros de mesa me dedican una amplia sonrisa. A pesar de llevar ya siete días en el barco apenas he cruzado una palabra con ninguno.
— ¿No te llama la atención Marsella? —Me pregunta Lucie. Es una ciudad preciosa.
—Me temo que me he dormido —digo como disculpa— y creo que me quedaré en la piscina aunque el día no parece demasiado bueno.
—Anoche tuvimos tormenta y el tiempo no mejorará hasta por la tarde. Es posible que incluso caigan algunas gotas.
El que ha hablado es uno de los chicos de animación. Es guapísimo pero no debe tener más de veinte años. Pienso en invitarle a mi habitación aunque dos cosas me lo impiden. La primera es que casi podría ser su madre y la segunda es que muy posiblemente, los miembros de la tripulación no puedan intimar con el pasaje y no quisiera causarle problemas. Niego con la cabeza para tratar de alejar esos pensamientos de mi mente calenturienta. Levanto las dos manos en señal de rendición.
—Me rindo, habéis ganado. Por lo que veo no me queda otro remedio que darme un paseíto hasta la ciudad.
El mismo chico me mira y cuando me sonríe me dan ganas de mandar a tomar por culo a la compañía y a mis absurdos prejuicios morales.
— Será algo más que un paseíto. La ciudad está casi a diez kilómetros del puerto de donde estamos pero hay un servicio permanente de lanchas que te llevan hasta el puerto viejo. Si eres aficionada a la lectura, allí podrás tomar un barquito para visitar la isla donde se encuentra el castillo de If. —El joven animador ve mi cara de desconcierto y sigue hablando—. Ya sabes, según la novela ahí fue donde encarcelaron al conde de Montecristo.
Sus palabras sacan los recuerdos que tengo sobre Edmundo Dantés y el viejo abate Faria y no lo pienso más.
—Creo que os haré caso —digo mientras termino de comer el último bocado de sándwich. ¿Está muy lejos el embarcadero?
He tardado menos de diez minutos en llegar al puerto viejo y apenas me he detenido para visitar el mercado de pescado. A la carrera he podido tomar un minúsculo pero repleto barquito que en otros diez minutos ha llegado hasta la isla de If. He podido reconocer a algunos compañeros de viaje con los que he intercambiado poco más de unas miradas pero el destino ha querido que entre ellos estén los alemanes que ocupan la suite vecina. El viejo ha parecido feliz de que nos encontrásemos y su mujer me ha sonreído con una mezcla de picardía y cansancio por las pretensiones de conquista del anciano galán. Como me defiendo bien en alemán podemos entablar una conversación fluida. Gedra me parece una mujer encantadora que pronto empieza a hablarme de sus nietos. Tiene unos preciosos ojos azules y, a pesar de su edad, supongo que debe tener cerca de ochenta años, sigue siendo una mujer atractiva. Erik parece haberse acostumbrado a mi presencia y se dedica a coquetear con la joven francesa que nos sirve de guía. Cuando llega el momento de subir las escaleras que llevan hasta lo alto de la torre, donde se supone que estuvieron encerrados Edmundo Dantés o el hombre de la máscara de hierro, ellos deciden esperar abajo. La escalera de piedra es lo suficientemente ancha como para permitir que nos crucemos con la gente que baja de la torre. Ya desde lo alto se divisa perfectamente toda la bahía marsellesa con la ciudad elevándose al fondo. La guía nos explica que, inicialmente la función del castillo no era la de proteger a la ciudad contra posibles invasores sino la de someterla a fuego de cañón en el caso de que se produjese alguna insurrección ciudadana contra el gobierno de París. Miro el acantilado que se abre a nuestros pies y creo que ni siquiera el conde de Montecristo hubiera sobrevivido tras ser arrojado desde allí en sustitución del abate. Los calabozos tienen las paredes cubiertas de pintadas en las que se da buena muestra de la desesperación de los infortunados que fueron encerrados allí. Mientras bajo las escaleras una vez más, vuelvo a los paralelismos. El carísimo apartamento en el que vivimos no tiene mucho que ver con este lugar horrible. Sin embargo me he sentido condenada en esa jaula de oro como debió sentirse Dantés. Él, para liberarse fue tirado al mar y eso mismo haré yo esta noche. La diferencia con el conde es que será mi muerte la que me libere. Vuelvo a la realidad cuando miro hacia el cielo y veo que el sol comienza a abrirse paso entre las nubes. Quizás la luz me ayude a salir de la depresión y la enorme jaqueca que me lleva atenazando desde que me levanté. Las palabras de Gedra en cuanto me ve, confirman que, una vez más, la cara es el espejo del alma.
—Perdona que te lo diga pero tienes una cara horrible. ¿Te encuentras mal?
Trato de sonreír pero mi boca se para a mitad del gesto.
—Me duele la cabeza. Creo que anoche debí beber demasiado —me justifico.
—Yo vengo de la tierra de la Aspirina —bromea ella—. ¿Quieres una?
—No quiero ser descortés y acepto la pastilla que me ofrece. Me la trago sin agua.
—Gracias, creo que me vendrá bien.
—Una Aspirina siempre viene bien —interviene su marido—. Cuando un dolor de cabeza no lo cura la pastilla blanca es que la cosa es grave.
Desde luego que la jaqueca no se va a ir y en esto, le tengo que dar la razón a Erik. El dolor que siento va más allá de lo físico y las heridas que laceran mi alma no van a desaparecer. El dolor físico después de la última paliza que terminó conmigo en la sala de urgencias del hospital se fue en pocos días. Los sentimientos de miedo, dolor, impotencia, siguen incrustados dentro de mí, clavándose como dagas y ni siquiera la morfina podría aliviarme de ellos. Este viaje ha sido un último intento de curación tratando de paliarlos con el lujo del barco, con el trato amable de su tripulación, con las deliciosas comidas, con las conversaciones triviales que Fefi y yo hemos mantenido, con la elegante sumisión de Yoko, con la belleza de los lugares visitados o con la increíble sesión de sexo que tuve con… ¿Cómo se llamaba? Sí, Francesco. No debo olvidarme de su nombre, no sería justo. Muchos pensarán que estoy siendo demasiado drástica y que quizás podría buscar una solución que me permitiese seguir viviendo. No. Me temo que eso no es posible. A pesar de que Jorge no tenga muchas responsabilidades políticas, lo cierto es que, todavía, es un personaje importante. Y sus amigos también lo son. Si yo presentase una denuncia nadie me creería aunque las heridas y cardenales de mi cuerpo gritasen a voces la verdad. Después de dos días en el hospital, recibí una visita que, por esperada, no dejó de sorprenderme. Recuerdo que debían ser las seis de la tarde cuando alguien llamó a la puerta de la habitación.
—Pase —dije con la voz modificada por los puntos que tenía en la boca.
—Hola. ¿Cómo estás?—reconocí de inmediato la voz de Marcos, mi jefe—. Ayer nos llamó Jorge y nos dijo lo que te había pasado. Mira, los chicos del laboratorio te mandan esto. ¿Dónde puedo dejarlo?
Era un inmenso centro de flores que venía acompañado de una carta.
“Durante su ausencia el departamento técnico de la empresa le ruega a usted que calcule los valores de capacidad y conductancia de este nuevo modelo de condensador”
Después la firma de todos y una nota añadida en la que me deseaban una pronta recuperación. Intentando sonreír con mi boca partida, dejé la nota sobre la mesilla.
—Diles a los chicos que gracias, que el ramo es precioso y me ha encantado. ¿Cómo va todo por la empresa? ¿Podéis sobrevivir sin mí? —bromeo.
Marcos se sienta y noto que rehúye mi mirada.
—Creo que lo lograremos siempre y cuando tú te recuperes pronto —dice encogiéndose de hombros y extendiendo las manos en señal de resignación—. ¿Te han dicho para cuánto tiempo tienes?
Le conozco bien y me doy cuenta de que, a pesar de ser un importante ejecutivo en una importante empresa, no sabe por dónde empezar. Está dando rodeos. Supongo que la asignatura de empatía no se imparte en ningún curso de doctorado. A pesar de todo, él es mi jefe y me decido a ponerle las cosas fáciles.
—Pasado mañana me harán un nuevo escáner cerebral y, si el neurólogo ve que no hay lesiones, me podrán dar el alta. ¿Cómo te enteraste de —dudo a la hora de utilizar la palabra— el accidente?
—Tu marido llamó ayer por la mañana y habló directamente conmigo.
— ¿Qué fue lo que te dijo?
Marcos se remueve en el sillón y comienza a dar vueltas sobre el dedo a su anillo de casado. Siempre hace eso cuando está nervioso.
—Me dijo que te habías caído por la escalera cuando salíais de casa.
— ¿Eso te dijo? —pregunto y yo misma noto que mi voz está cargada de ironía.
—Sí —el anillo sigue girando—. Yo le pregunté por tu estado y le dije que pensaba venir a verte.
Me decido a abordar la situación de una forma directa.
— ¿Y tú te lo creíste?
—También me dijo que la policía había estado en el domicilio y que un juez decidió archivar el caso.
— ¿Y tú te lo creíste? —vuelvo a preguntar interrumpiendo sus palabras.
—Bueno, ahora lo importante no es lo que yo crea o deje de creer. Hay una versión oficial y tú no has presentado ninguna denuncia.
No puedo soportarlo más y noto como mi adrenalina sube y como mi corazón se dispara. A pesar del dolor de mi boca grito con fuerza.
— ¡Me cago en la versión oficial y en las denuncias! Marcos, tú no eres así. No puedes ser así —repito con la voz llena de angustia y los ojos llenos de lágrimas.
Con el embozo de la sábana Marcos me limpia una lágrima que cae por mi mejilla. Después coge un pañuelito de papel y me lo ofrece igual que hizo hace tiempo en su oficina. Necesita aclararse la garganta y carraspea antes de hablar.
—Dime lo que pasó.
Su voz pausada parece calmarme y le cuento cómo sucedió todo. Su rostro va empalideciendo según voy hablando e incluso en algún momento parece a punto de romper a llorar pero el viejo tópico “los hombres no lloran” se lo impide. Cuando termino, Marcos traga saliva y necesita unos segundos para poder a hablar.
—Lo siento —dice con la voz entrecortada—. La verdad es que no sé cómo puedo ayudarte. ¿Vas a presentar una denuncia?
Niego con la cabeza.
—Tengo demasiado miedo —hablo casi susurrando—. Jorge me ha amenazado con matarme si se me ocurre hacerlo y créeme, no hablaba en broma.
—Hace tiempo te dije que dejaras correr la cosa y que todo se arreglaría y… bueno, creo que me equivoqué. Pero así no puedes seguir. Acepta la oferta que te hicieron hace unos días. Podrás conseguir un traslado a París, Berlín o Roma.
—Gracias jefe —sonrío con indulgencia— pero no serviría de nada. ¿Cuánto tiempo crees que tardaría Jorge en encontrarme? Y yo tampoco podría vivir con la amenaza constante de una llamada telefónica, de un mensaje o de encontrármelo en el garaje de casa en el momento más inesperado. No sé cuál será la solución pero, desde luego no pasa por la huida.
—Piénsalo, me dice él.
Me equivoqué porque, precisamente en la huida está la solución. Pero eso lo decidí un par de días después de salir del hospital. Necesité un par de meses para solucionar los último detalles. De entrada hice testamento para evitar que mis bienes terminasen en las manos de él. Después compré las ropas necesarias para el viaje y pedí estos ocho días de vacaciones. Por supuesto que tuve que dejar al día algunos detalles de mi trabajo. En total fueron un par de meses durante los cuales Jorge fue el marido perfecto. Miro a Erik que ya se ha subido en el barquito que nos sacará de la isla. Me ofrece la mano para ayudarme a subir a bordo. Le doy la mía y me la agarra un par de segundos más de lo necesario. Gedra se da cuenta del detalle y sonríe. Definitivamente las nubes han sucumbido al poder del sol y la tarde se presenta magnífica.
—Todavía tenemos mucho tiempo hasta la hora de embarcar y vamos a dar un paseo por la ciudad. Si nos acompañas comeremos luego juntos en alguno de los restaurantes que hay en el puerto. Los marselleses preparan la mejor sopa de pescado del mundo.
Pienso en la propuesta que me hace Gedra y también en mi promesa de llamar a Fefi si, finalmente, me decidía a desembarcar. De todas formas no me he traído el teléfono móvil y, aunque lo llevase encima no iba a conectarlo para estar recibiendo llamadas o mensajitos de Jorge. Dudo un momento antes de decidirme y finalmente acepto la propuesta. La ciudad me parece tan hermosa que pienso que Serrat, de haber nacido aquí, también habría dedicado una canción al Mediterráneo. Gedra se detiene en una pequeña tienda donde venden jabones de todos los colores y formas imaginables. Nadie diría que Erik es una de las principales fortunas de su país porque los dos se comportan como turistas de mochila y zapatilla. Compra algunos recuerdos para la familia y yo también decido llevar una cestita con jabones marselleses para regalársela a Fefi. Ella no lo sabe pero ese será mi regalo de despedida. Volvemos al puerto y paseamos entre los puestos de pescado donde se exhiben peces cuya existencia yo ni sospechaba. Es tarde para comer, son casi las dos y media pero no tenemos problemas para encontrar una mesa en la terraza de un coqueto restaurante. El alemán no se anda por las ramas y pide una bullabesa de langosta que está deliciosa. Para postre nos decidimos por el “croque en bouche” un delicioso pastel que me recuerda a los buñuelos de santo. Para la sobremesa cafés y unas copas de pastis. Todo muy mediterráneo, todo muy francés. Para regresar al Star tomamos un taxi que me empeño en pagar. Nos despedimos a eso de las seis de la tarde y Erik insiste en que le tengo que presentar a la amiga que estaba conmigo en la piscina. Prometo hacerlo en la primera ocasión en la que nos encontremos. Subo a mi camarote y noto a Yoko más seria de lo habitual.
—Buenas tardes, señora. Espero que haya disfrutado del día.
—Sí, gracias, Yoko. Estuve con la pareja alemana de la otra suite.
Ella se toca el pelo y vuelve la vista hacia la piscina. Parece que va a decirme algo pero su boca permanece cerrada. Espero que no vuelva a hablar de los vestidos que le estoy dando.
—Mañana nos despedimos, señora. Quiero que sepa que ha sido un placer el haber estado a su servicio.
Ahora lo comprendo. A pesar de que la propina estaba incluida en el precio del pasaje y a pesar del dinero que le di el primer día a mi llegada, el sueldo de la tripulación no debe de ser muy alto y las propinas añadidas pueden resultar una importante fuente de ingresos.
— ¿Puedes pasar conmigo a la habitación?
Ella me sigue y, una vez en el interior, abro mi bolso y miro el dinero que me queda. También me fijo en el impresionante ramo de flores que está sobre la mesita. Regalo de despedida y flores para los muertos. Le doy cuatro billetes de cincuenta y dejo otros tantos como propina para los camareros del restaurante. Sin embargo ella parece negar con la cabeza.
—Gracias pero no puedo aceptarlo, señora. Después de todos los vestidos que me ha dado.
—Así pues, volvemos a los vestidos. La agarro de la mano y la obligo a coger el dinero.
—Olvida los vestidos, Yoko. Gracias a ti he pasado los mejores días de mi vida.
Ella lo acepta y, una vez más, sus ojos parecen a punto del llanto. Cierro el bolso y comienzo a quitarme las zapatillas para tomar una buena ducha. La camarera parece entender el mensaje subliminal y abandona de inmediato la habitación. Mientras me ducho pienso que será la última vez que sienta el agua correr sobre mi cuerpo y que hoy también haré muchas cosas por última vez. La última ducha, la última siesta que dormiré después, la última vez que coma, la última vez que hable con alguien, la última copa que me tome. ¿Cuál será la bebida que me acompañe en mis últimos momentos? ¿Qué pediré antes de subir a la habitación para escribir la, otra vez “última” reseña en este diario? Creo que voy a dejar de escribir porque estoy empezando a deprimirme.
A pesar de todo, la cena ha sido perfecta teniendo además un carácter especial al tratarse del último día de crucero. Cuando llego al comedor en la mesa están todos esperándome. Le doy los jabones a Fefi y lamento haberme olvidado de la valenciana.
—Muchas gracias son preciosos. Me da rabia el no haber comprado yo también algo para ti —dice Fefi—. Como estabas tardando demasiado pensábamos que no ibas a bajar. ¿Cómo te fue el día?
—Había decidido disfrutar de las piscinas pero el tiempo no era bueno y al final opté por bajar a tierra—respondo—. Visité el castillo de If y me encontré con los pasajeros alemanes. Fran, espero que no te enfades pero él tiene mucho interés en conocer a tu mujer.
—En Túnez me ofrecían veinte camellos por ella. ¿Está dispuesto a mejorar la oferta?
—En Alemania tendrán muchas cosas —interviene Raúl— pero sospecho que camellos, más bien pocos.
Incluso los valencianos ríen la broma.
—Por cierto, no te vimos en la reunión informativa que hemos tenido para hablar del protocolo de desembarque —dice Fran y yo debo poner cara de póker porque todos vuelven a reír—. Como si lo viera —continúa— anoche no leíste el diario de a bordo en el que nos citaban para ese encuentro.
—Pues no, no lo leí —confirmo—. ¿Alguna cosa que deba saber?
—Yo te lo resumo —vuelve a intervenir el argentino—. Esta noche deja la maleta en el pasillo, ellos la recogen y mañana te la entregan en Barcelona tras pasar aduanas. Y otra cosa más la habitación a las ocho libre.
—En este barco no hay quien duerma —protesta resignado José el valenciano. Nosotros estamos cansados y nos vamos a la cama ya mismo pero me gustaría brindar con vosotros.
Llama al camarero y pide una botella de champagne que me hace recordar a la de Louis Roederer Cristal que dio inicio al viaje. Brindamos y bebo una segunda copa y estoy decidida a disfrutar a tope el resto de la noche… Hasta que todo se acabe.
Bailamos, bebemos y reímos hasta las tres de la madrugada. A esa hora ninguno puede ya con su cuerpo y mis amigos madrileños todavía tienen que hacerse la maleta. Nos despedimos volviendo a brindar por enésima vez a lo largo de la velada. Antes de marcharme pido otra copa de ron tostado acompañada de un par de cubitos de hielo que me tomaré en la habitación. Quedamos en desayunar juntos a primera hora para despedirnos en ese momento y lamento el plantón que voy a darles. Subo con la bebida en el ascensor. La cubierta está vacía, incluso Yoko duerme a estas horas. Nada más entrar en el camarote me quito el vestido. Ha debido caerme algo de bebida encima porque tiene una mancha sobre la falda. Yoko tendrá que llevarlo al tinte. Esta será mi última nota en este diario. Solamente me quedan dos cosas. La primera es esperar que su lectura haya servido para aclarar a todos aquellos que alguna vez me quisieron, el motivo de mi drástica decisión. Espero que podáis perdonarme. Dentro de unas horas el barco habrá llegado a tierra, sin mí, y en este camarote solamente se encontrará mi maleta, un pasaporte y este cuaderno manuscrito cuyas páginas le señalarán a él como único culpable de mi muerte. Sí, ya lo sé, es una pobre venganza pero es el único camino que me queda para poder escapar del infierno que he vivido durante estos tres últimos años. Podría volver a intentarlo por enésima vez pero ya estoy cansada. Estoy cansada de vivir en un constante estado de terror. Siempre vigilada. Siempre temiendo que mi móvil suene avisándome de su último mensaje: “¿Qué haces? ¿Con quién estás? ¿A qué hora piensas volver…?” Y de que mi respuesta, sea la que sea, siempre resulte errónea dando lugar a un interminable intercambio de mensajes que, inevitablemente terminan con una llamada telefónica, la amenaza en su voz y la angustia de saber que, al llegar a casa, la amenaza se convertirá en una terrible e inevitable realidad. Ahora, dentro de unos minutos, todo habrá terminado. Será un corto paseo el que me lleve hasta la cubierta trece. No, creo que será mejor hacerlo desde la planta inferior. Siempre fui un poco supersticiosa. Quizás parezca ridículo que, con la decisión que tengo tomada, la mala suerte pueda preocuparme pero las cosas, lo sé por experiencia, incluso en una situación como la mía, siempre pueden ir a peor. La cubierta doce será mi opción. Levanto la cabeza para mirar el reflejo difuminado que me devuelve el espejo del armario. La cara que me mira y que apenas reconozco, es un rostro delgado, de ojos tristes y azules, enmarcado por una media melena de color caoba cuyo peinado conoció tiempos mejores. Esos ojos azules vuelven a mirarme. Me paso la mano por la cara para retirar un mechón de pelo. El corte que tenía en el pómulo ya ha desaparecido, como dentro de unos minutos también desaparecerá la cicatriz que dejó en mi corazón como uno de tantos recuerdos tras tres años de convivencia. Antes de buscar mi destino decido apurar el vaso de ron tostado que tengo sobre la mesa. Su aroma a madera y caña apagará el desagradable sabor de agua marina que quizás llegue a sentir en ese último segundo antes de fundirme con el mar para siempre. Adiós a todos y perdón a quienes mi desaparición y relato hayan podido hacer daño.